Una historia de valientes. Un cuento de María Guadalupe Minetti (estudiante del profesorado de nivel inicial). |
Guadalupe deja antes de leer el cuento, delante de ella sobre el piso un pañuelo envuelve algo misterioso. Augusto vivió hace muchos años, en un tiempo en que por estas tierra, no había presidentes sino virreyes, no había autos sino carretas, no había supermercados sino vendedores ambulantes y no había televisores. sólo libros. En el año 1806, días en que transcurre esta historia, Augusto había cumplido ocho años y sus padres para homenajearlo realizaron un festejo. La negra Lorenza, su ama de leche y su protectora y compinche, le preparó unos riquísimos pastelitos y sirvieron chocolate caliente en las tazas de porcelana que su mamá usaba en los días festivos. Al cumpleaños fueron sus primas y sus compañeros del liceo, que era como se llamaba el colegio en ese entonces, y le trajeron bonitos obsequios y muchos dulces, pero el regalo más hermoso fue el que le dio su papá, era un pequeño afilador de plumas, hecho en plata que llevaba sus iniciales, los chicos escribían con plumas de ganso a que había que afilarles la punta y después mojarlas en tinta. Augusto usó todos los días de esa semana su afilador hasta que se le ocurrió llevar su regalo al liceo para mostrárselo a su maestro. Al volver esa tarde a su casa le pasó algo terrible. Cuando caminaba por la plaza, sobre la vereda que estaba frente al Cabildo, se dio cuenta que por las calles de los costados venía corriendo un grupo de gente. Augusto se asustó tanto por la sorpresa que corrió a esconderse en el hueco del tronco de un árbol que él ya conocía por haber jugado allí con sus amiguitos. Mientras estaba en ese escondite pensó que si enterraba allí su regalo nadie podría sacárselo, entonces hizo un pequeño agujerito con sus manos y escondió su cortaplumas envuelto en un pañuelo, lo cubrió con tierra y puso una piedrita blanca sobre el lugar en el que estaba para poder recordarlo cuando volviera. Después salió de su escondite y sin mirar para los costados corrió y corrió hasta su casa. Al llegar su papá y su mamá estaban en la puerta esperándolo muy preocupados, habían ido a buscarlo al liceo y no lo encontraron, le contaron que unos hombres habían venido de un país llamado Inglaterra en unos enormes barcos, anclando en el puerto de Buenos Aires. Algunos decían que eran ¡piratas! que venían a invadirlos y también a robar los arcones llenos de monedas de plata. Augusto y sus papás no querían que extraños les dijeran lo que tenían que hacer, cómo tenían que vivir. A ellos les gustaba hablar en castellano y no en inglés, llevar pantalones los varones y no polleras como algunos regimientos invasores. Augusto quería pasear por la plaza y recuperar su regalo tan querido. A partir de ese día, Augusto, vio cómo iban llegando los amigos de su papá, algunos eran comerciantes, otros gauchos, hasta las propias mujeres y también los niños, a veces de a uno, a veces de a dos, a veces a montones. Augusto escuchó que hablaban de palabras como VALENTÍA, AMOR A NUESTRA TIERRA, DEFENDER LO QUE AMAMOS, ESTAR UNIDOS, y entonces sentía un calorcito en el pecho y quería abrazar a su papá y decirle que él también era valiente y que iba a estar a su lado cuando hubiera que luchar por sus sueños. Augusto presenció cómo, un día, sus papás con los amigos, con sus vecinos, con el vendedor de leche, el hijo del vendedor de leche, la negra Lorenza, salieron a la calle a luchar para recuperar su plaza. Augusto corrió feliz hasta el hueco del árbol y buscó apurado su regalo y cuando lo estaba por guardar en su bolsillo se le ocurrió algo que hizo que le brillaran los ojos y que su sonrisa pareciera una media luna; escribió un mensaje, lo guardó en el pañuelo junto con el cortaplumas, lo enterró y volvió feliz a su casa. El mensaje que dejó decía: "EL MEJOR REGALO QUE ME HIZO MI PAPA FUE ENSEÑARME QUE TODO SE PUEDE SI LUCHAMOS POR ALGO QUE AMAMOS" |