Dirección General de Cultura y Educación

Soldado

La historia tradicional rescata a los grandes personajes -civiles y militares- que hicieron posible a la Argentina, exaltan su valentía y coraje. Pero nada dice acerca de los soldadosgauchos y del heroísmo en su vida cotidiana.

Se concebía al gaucho como el elemento haragán y pendenciero que depredaba al ganado y vagaba por las tierras. Tierras que pertenecían, o se creían con derechos sobre ellas, a los propietarios de saladeros y grandes estancias. Los terratenientes se encontraban ante graves problemas: por un lado, la presencia de los indígenas y por el otro, la falta de mano de obra y soldados y, la necesidad de incorporar al gauchaje al sistema capitalista que buscaban imponer.

De vuelta al fortín. Óleo de Juan Carlos Huergo. Los gobiernos “provinciales” (los territorios provinciales aún no estaban definidos) y el gobierno nacional, administrado por los mismos miembros del sector terrateniente, trataron de resolver el problema indígena propiciando campañas militares que buscaban la expulsión de los indígenas de los territorios que ocupaban y el establecimiento de una línea de fortines. La escasez de mano de obra y de soldados se resolvió a través de la sanción de las leyes de Vagos o de Leva.

A través de la ley de Leva, se trató de combatir el nomadismo, el vagabundeo y la delincuencia rural estableciendo que todo varón entre 18 y 40 años que no tuviera propiedad, careciera de domicilio fijo, que no pudiera demostrar ocupación alguna (los gauchos podían demostrar su ocupación a través de un documento, denominado papeleta de conchabo, emitido por el patrón y que certificaba su relación de dependencia), sería detenido, puesto a disposición de las autoridades y destinado al desarrollo de obras públicas o a cumplir servicio militar en la frontera con el indio.

El Código Rural de la provincia de Buenos Aires (1865), redactado por Valentín Alsina, asesorado por una comisión de hacendados, retomó muchas de las disposiciones de la Ley de Leva. Así, el gaucho era incorporado obligatoriamente al mercado de trabajo y a la función de soldado. 

Cuando el gaucho llegaba al fortín, ¿con qué situación se encontraba? El francés Alfredo Ebelot que visitó el fortín de Sanquilcó lo describió así:

“Imagínense ustedes un reducto de tierra, de una cuadra de lado, flanqueado por chozas de juncos, algo más grandes que tiendas y más pequeñas que los ranchos más exiguos, dejando en el medio un sitio cuadrado en cuyo centro está el pozo, e inundado de criaturas que chillan, perros que retozan, de avestruces, de ratas de agua domesticadas que allá llaman nutrias, de mulitas, de peludos que trotan y cavan la tierra, de harapos que secan en cuerdas, de fogones de estiércol en los que canturrea la pava del mate y se asa el alimento al aire libre; figúrense ustedes en torno la pampa desierta, que el centinela apostado en una torrecilla de césped, interroga día y noche [...]”
Ebelot, Alfredo. La Pampa, costumbres argentinas. Buenos Aires: Ciorda y Rodríguez, 1943, p. 54.

Los soldados, habitualmente, no tenían uniforme. Todos estaban vestidos de diferente manera, en general, un poncho, un chiripá de manta, chaquetilla, botas viejas, alpargatas desflecadas o descalzos. Las armas eran las que los acompañaban siempre y algunos tenían una carabina vieja. Los soldados padecían hambre, desnudez y soledad y éstas, mellaban los espíritus más fuertes.

Según los relatos del Comandante Manuel Prado (1863-1932), los ejércitos parecían una “horda de forajidos”, no recibían más que una ración de carne muy escasa y los vicios (cigarros y yerba). En el mejor de los casos, tenían con una manta para abrigarse en la temporada fría. No contaban con los elementos necesarios para tratar las heridas y las enfermedades que pudieran presentarse; esto hacía que el enfermo o el herido que con un tratamiento elemental podía curarse, en pocos días encontrara la muerte. Tampoco gozaban de la compañía de una mujer, ya que había muy pocas ligadas a la tropa. Se dedicaban a lavar y remendar las prendas de los soldados, a curarlos cuando estaban heridos y a brindarles un poco de amor y contención femenina.

- Señor, me presento voluntario para ir a la campaña.
- La Patria premiará tu patriotismo.  

El voluntario después de aprender ejercicio hace la campaña de Cepeda, Pavón, Córdova y llega a La Rioja.

 Cuando los indígenas atacaban, se enfrentaban con los pobladores y con los hombres del fortín. Incendiaban las casas y tomaban todo lo que encontraban a su paso, comida, ropa, cautivos y fundamentalmente, el preciado ganado. Se retiraban de manera rápida y comenzaba la persecución.  Así lo cuenta Martín Fierro:

“Y cuando se iban los indios

con lo que habían manotiao
salíamos muy apuraos
a perseguirlos de atrás.
Si no se llevaban más
es porque no habían hallado”.

[...] Los perseguimos de lejos
sin poder ni galopiar;
¡Y qué habíamos de alcanzar
en unos bichocos viejos!”.

Hernández, José. Martín Fierro. Buenos Aires: Hércules Di Cesare y Floreal Puerta, 1965, p. 22 y 23

Las atropelladas de los indios y la resistencia de los gauchos hicieron estragos en la soldadesca, la que mal alimentada, sin armas ni municiones suficientes, sin monturas ni caballos trataban de proteger el fortín y de sobrevivir a los ataques.

La escasez de mujeres, el hambre, las penosas condiciones de existencia, los atropellos de los superiores, provocaban que muchos soldados desertaran y vivieran huyendo en las tierras de los “cristianos” o que se integraran a las tolderías.    

Según establecía la ley, los soldados debían ser recompensados con la paga de un salario, pero éste nunca llegaba o se perdía por el camino y, en ocasiones, llegaba muy tarde... ya cuando el destinatario había sido muerto en combate. Entonces, los sueldos volvían al tesoro público. Decía el Comandante Prado:

“Me acuerdo bien de aquel pago memorable en que me tocó intervenir.
Fue una lista pasada a la puerta del cementerio.
- ¡Fulano de tal! –llamaba el pagador; y para uno que no contestaba presente, exclamaba el sargento de la compañía en que había revistado el llamado:
- Muerto por los indios.
- Fallecido en tal parte.
- Desertó.
- Se ignora su destino. [...]”
Prado, Manuel. La guerra al malón. Buenos Aires: Eudeba, 1961, p. 73.

También se encontraba el gaucho participando en los movimientos político-sociales de la época. Esta situación no implicaba necesariamente un aval de los sectores dirigentes a su participación política y, mucho menos, compartir con ellos la toma de decisiones. Se trataba de la necesidad de utilizar la voz del gaucho para comunicar y difundir el ideario político de cada facción –unitarios o federales, por ejemplo- y, por el otro, hacerlo formar parte de las fuerzas militares que defendían esos ideales y los derechos a la propiedad y el usufructo de la tierra. 

Al entrar en la ciudad, el viajero Robert Elwes, en 1832, relató que se encontraban los gauchos federales entre la población:

Soldado de Rosas. Óleo de Monvoisin, 1842 “[...] El uniforme de los soldados es bueno y sencillo y corresponde al que siempre acostumbran usar. Llevan una camisa de lana roja, chiripá y gorro de cuartel también rojos, con bandoleras blancas. Son todos de caballería, pues no se puede esperar de un gaucho que vaya a ningún lado sin caballo, aunque algunas veces son también utilizados en la infantería. Son generalmente muy buenos mozos, de aspecto salvaje, y su elegante y fácil manera de montar a caballo suscita admiración. [...] Rosas fue reconocido el mejor gaucho de su tiempo, significando con ello que era el mejor jinete en un caballo chúcaro, y el más hábil tirador de lazo y bolas. Podía saltar sobre el lomo de un caballo salvaje en el momento en que se abalanzaba desde la puerta del corral, sin montura ni riendas, cabalgarlo y traerlo al corral.”

Elwes, Robert. “A sketcher´s tour round the World”, en El gaucho a través de los testimonios de extranjeros. Buenos Aires: Emecé, 1947, p. 32.

 

Martín Fierro comentó “Lo que vio en la frontera” cuando fue llevado a cumplir servicio militar. Lo invitamos a leer este testimonio

Hernández, José. Martín Fierro. La vuelta del Martín Fierro. Buenos Aires: Hércules Di Cesare y Floreal Puerta, 1965.