Buenos Aires Provincia
Juana Azurduy


Una joven rebelde

Sueños de revolución de una esposa y madre

Amazona de la libertad

“[…] todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad”



Una joven rebelde

El 12 de julio de 1780 en el cantón de Toroca nació Juana, hija de Matías Azurduy –de buena posición económica- y de Eulalia Bermúdez, mujer indígena de Chuquisaca, que enseñó a su hija a hablar quechua.

Su infancia transcurrió ayudando en las tareas del campo; allí encontró la compañía y amistad de los indígenas que trabajaban para su padre. Mantuvo con su padre una estrecha relación –sobre todo luego del nacimiento de su hermana Rosalía-, él le enseñó a montar a caballo, la tuvo como compañera de viaje.

A la muerte de su madre primero y luego de su padre, su crianza y la de su hermana Rosalía quedó a cargo de sus tíos Petrona Azurduy y Francisco Díaz Valle. Juana mantuvo con ellos una relación conflictiva y, por enfrentar las arcaicas decisiones de éstos, fue enclaustrada en el Convento de Santa Teresa. Allí, tuvo ocasión de leer a Sor Juana Inés de la Cruz, la vida de Ignacio de Loyola y Juana de Arco, quienes le despertarían entusiasmo y sed de libertad e igualdad. En el convento, se rebeló ante la rígida disciplina religiosa y logró que la expulsaran.

De regreso a Chuquisaca, los tíos de Juana la pusieron a cargo de una de las fincas de don Matías. Allí, retomó el contacto con indios y mestizos, sus tradiciones y penurias; con ellos practicó el quechua y aprendió el aymara.

En Toroca, se reencontró con la familia Padilla, antiguos vecinos y amigos de sus padres. Juana visitaba con frecuencia a doña Eufemia Gallardo, quien pasaba largas temporadas sola, mientras su esposo e hijos –Pedro y Manuel- iban a las ferias a vender ganado.

Manuel Ascensio Padilla, tuvo la oportunidad de conocer en Chuquisaca a Mariano Moreno, Juan José Castelli, Bernardo Monteagudo, entre otros. Con ellos, compartió discusiones acerca de las ideas de libertad y la igualdad.

Manuel era el hombre fuerte y comprometido socialmente que Juana deseaba. Pronto el amor nació entre ellos. Se casaron en 1805 y tuvieron cuatro hijos: Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes.

Los esposos Padilla-Azurduy vivieron un amor y compañerismo intenso, sólo los primeros cuatro años de su matrimonio pudieron gozar de la paz familiar dedicados al trabajo y a la crianza de sus hijos.


Sueños de revolución de una esposa y madre

La pacífica vida familiar de los Padilla-Azurduy se verá corrompida a partir de 1809. Destituido Fernando VII del trono español e instalado en él José Bonaparte, surgió la especulación de los derechos de Carlota Joaquina –hermana de Fernando, regenta de Portugal, exiliada en Brasil- a continuar gobernando las posesiones americanas.

Por entonces, Bernardo de Monteagudo -siendo estudiante de derecho- difundió en el ambiente universitario y en círculos revolucionarios su escrito “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos”, en el que brindaba amplios fundamentos para romper las ataduras coloniales y comenzar a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia.

Ese era el clima en el que se desató, el 25 de mayo de 1809, una insurrección en los claustros universitarios, en la ciudad y otros territorios, que las autoridades españolas sólo pudieron controlar armas en mano.

En esa ocasión Manuel y Juana decidieron apoyar la rebelión contra la autoridad colonial. Él, participando de acciones armadas junto a mestizos e indios. Ella, consiguiendo abastecimiento para las tropas.

A partir de ese momento, ambos juraron fidelidad a la causa emancipadora. Esta participación marcará un punto de inflexión en la familia Padilla-Azurduy.

Los realistas persiguieron y condenaron a la cárcel a quienes habían participado de los levantamientos de Chuquisaca y La Paz. Manuel Padilla huyó hacia un poblado indígena, en donde vivió hasta que los ánimos estuvieron calmados. Juana continuó al frente de la casa, cuidando a los niños.

Cuando en 1810, los pobladores de Chuquisaca decidieron adherir a la Junta de gobierno instalada en Buenos Aires el 25 de mayo de ese año, los realista arremetieron con fuerza contra los revolucionarios y las persecuciones contra Padilla se intensifican. También es más intensa la participación de Juana, brinda apoyo logístico a las milicias revolucionarias, recibe en su casa a Juan José Castelli y Antonio González Balcarse, comandantes de las fuerzas que pretenden llegar a Lima para vencer a los realistas.

Luego de la derrota del ejército patriota en Huaqui, las reacciones realistas fueron más brutales. Las fincas y el ganado de Juana y su esposo fueron confiscados; ella fue apresada junto a sus hijos.

A pesar de la férrea vigilancia, Manuel logró burlar a los carceleros y liberó a su familia. Mientras Padilla volvió a los campos de batalla, Juana y los niños vivieron ocultos en un poblado perdido entre las montañas. Juana intercalaba las tareas domésticas con su preparación física para el combate.

Había decidido que su participación no se restringiría a brindar alimento y cobijo a los combatientes. Quería ser uno de ellos. Juana sabía que su decisión generaría pesares y privaciones para sus hijos, pero ella quería lo mejor para ellos: una sociedad libre, donde se respetaran los derechos de todos. Era conciente de que debía contribuir a la construcción de ese sueño revolucionario, a pesar de todo.


Amazona de la libertad

Cuando Manuel se reencontró en 1812 con su familia, Juana le comunicó su decisión de dejar a sus hijos al cuidado de una persona de confianza e integrar las filas de combatientes. Juntos se presentaron ante Manuel Belgrano, nuevo comandante de lo que quedaba del Ejército del Norte, luego de las derrotas sufridas a manos de los realistas.

Belgrano era el encargado de reorganizar ese grupo de hombres hambrientos, sin armas y desanimados y, para ello, contó con el apoyo de Manuel y de Juana. Juana se encargó de congregar voluntarios por todo el Alto Perú y prepararlos para que se unieran a las tropas patriotas.

Ella anduvo por los pueblos, inculcando a indios y cholos los ideales libertarios. Así, comenzó a organizar a los Leales, a quienes les enseñó tácticas de combate. Belgrano, la convocó junto a los Leales a combatir en Ayohuma en 1813, y fueron estas fuerzas las que mejor lo acompañaron en la lucha, las que soportaron con tesón el embate de los realistas.

A pesar del fracaso, el comandante del Ejército del Norte, reconoció la heroicidad de Juana Azurduy y le regaló su sable.
Además, Belgrano, solicitó al Director Supremo Juan Martín de Pueyrredón que le otorgara a Juana el rango de teniente coronela de los Leales del Perú. La derrota de Ayohuma puso fin a la estadía del Ejército del Norte en esa región.

La defensa contra los realistas quedaría en manos de las fuerzas guerrilleras de Martín Miguel de Güemes, Manuel Ascencio Padilla y Juana Azurduy. Entre 1813 y 1814 los revolucionarios obtuvieron varios triunfos y pudieron ocupar Potosí.

El cacique Juan Huallparrimachi, descendiente de los incas, fue fiel lugarteniente de Juana y la acompañó –incluso en la crianza de los niños- hasta que encontró la muerte en el combate de Las Carretas en 1816. El ejército realista persiguió a los esposos Padilla-Azurduy, razón por la cual, tuvieron que tomar caminos distintos. Juana se internó en el valle de Segura, con sus cuatro hijos.

Las enfermedades y las malas condiciones de vida, terminaron prontamente con la vida de los niños. Juana estaba a punto de parir a su hija más pequeña, Luisa, cuando los realistas arremetieron nuevamente contra los revolucionarios.

Con ella en brazos y con el sable de Belgrano, combate en los siguientes enfrentamientos. En 1816, los realistas mataron a Manuel Padilla y expusieron su cabeza en la plaza pública durante varios meses, hasta que Juana ayudada por sus guerrilleros pudo recuperarla y darle los honores de un jefe revolucionario. Juana se dirigió a Salta y se plegó a las tropas de Martín de Güemes pero, la muerte de éste en 1821, puso fin a su lucha.


“[…] todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad”

Con sus propiedades confiscadas, sin su esposo, sola con su hija, vivió proscripta y olvidada en el Alto Perú. En una carta muy sentida, desde Salta, le solicitó ayuda al gobierno de las Provincias Unidas: "[…] Doña Juana Azurduy, coronada con el grado de Teniente Coronel por el Supremo Poder Ejecutivo Nacional, emigrada de las provincias de Charcas, me presento y digo: Que para concitar la compasión de V. H. y llamar vuestra atención sobre mi deplorable y lastimera suerte, juzgo inútil recorrer mi historia en el curso de la Revolución”.

Continuaba la nota solicitando se le concediera una pensión por su participación en la lucha por la independencia. Como respuesta recibió cincuenta pesos y cuatro mulas para poder llegar al Alto Perú. En Chuquisaca, en agosto de 1825, se proclamó la independencia de Bolivia.

Meses después, recibió la visita de Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y José Miguel de Lanza, quienes la felicitaron por los altos servicios brindados a la patria, le otorgaron el grado militar de coronela y le asignaron una pensión. Luego de la visita, Manuela Sáenz, escribió una carta contándole a Juana lo emocionado que se había sentido Bolívar al conocerla.

Manuela le pide que la reciba en su casa porque quiere expresarle su admiración por los sacrificios que una mujer ha hecho por la causa revolucionaria y la felicidad por la concreción de esos logros.
Como respuesta a esa carta, Juana expresa que no se halla muy feliz porque ve que algunos de aquellos contra quienes pelearon, se encuentran ocupando espacios junto al Libertador y, sin embargo, muchos otros hombres y “[…] todas las mujeres que a caballo, hacíamos respetar nuestra conciencia de libertad” no están presentes para compartir ese momento de alegría.

En 1857, el gobierno de José María Linares, le revocó la pensión que Bolívar y Sucre le asignaran. Pocos años después, el 25 de mayo de 1862 murió y en la soledad y la pobreza. Los reconocimientos y honores llegaron mucho tiempo después.
En 1962, sus restos fueron exhumados de la fosa común en la que había sido sepultada, para ser ubicados en un mausoleo en Sucre, construido en su homenaje. Por el Decreto 892/2009 la presidenta de la Nación Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, la promovió al grado de generala post mortem del Ejército Argentino, el 15 de julio de 2009.
El sable que Belgrano le había regalado a Juana, se encontraba en Argentina y fue entregado el 26 de marzo de 2010 por Cristina Fernández de Kirchner al presidente de Bolivia, Evo Morales, en reconocimiento de la lucha de esta mujer latinoamericana. Juana Azurduy representa a tantas otras heroicas mujeres anónimas que lucharon por la concreción de la libertad y la igualdad.