|
Escenario
Río de La Plata
La política borbónica en América se hizo sentir a partir de las decisiones de Carlos III, quien emprendió una profunda reorganización en sus posesiones ultramarinas con el objeto de ordenar y actualizar las relaciones políticas, mercantiles y militares. Estos cambios estuvieron motivados por una revalorización de los territorios americanos, no solamente como proveedores de metales preciosos, ya que a partir de 1760 la economía metropolitana cobró cierto impulso que le exigió una articulación diferente con sus colonias. Además, consideró importante adquirir un mayor control de las colonias como forma de contrarrestar, por un lado, el poderío naval y mercantil de Gran Bretaña que se encontraba en creciente ascenso y, por otro, poner freno al avance portugués sobre el norte y el este del territorio rioplatense.
Antes de 1776, las regiones que compondrían el Virreinato del Río de la Plata, formaban parte del virreinato del Perú, considerado centro privilegiado del monopolio en América. A través del monopolio comercial se prohibió cualquier relación mercantil con otra potencia que no fuera España. Así, el Estado tuvo una profunda injerencia en los asuntos económicos, fijando las rutas comerciales, los puertos habilitados para el comercio, regulando el tráfico comercial.
Las colonias proveyeron metales preciosos que España no pudo capitalizar. Sin tener una producción manufacturera que pudiera satisfacer las necesidades metropolitanas y de las colonias, la Corona se vio obligada a depender de la compra de manufacturas en Flandes o Inglaterra. El metálico que llegaba de América estaba sólo de paso en España y contribuyó a engrosar la acumulación de capitales que, luego los países noreuropeos, utilizarían para su desarrollo industrial.
Ante esta situación, se privilegiaron las rutas comerciales que podían proveer metales preciosos a España. La plata extraída de las minas potosinas era llevada por tierra a la costa del Pacífico y luego embarcada hacia Lima, desde donde seguía su curso hacia España. El mismo recorrido hacían las mercaderías, que tenían como fin abastecer las distintas regiones del virreinato del Perú, lo que presentaba serias dificultades, debido a que los productos resultaban insuficientes frente a la demanda de un mercado que crecía en consonancia con su población. Los precios que el consumidor pagaba por el producto se iban abultando como consecuencia del costo de los fletes, impuestos y la intermediación. Los más beneficiados por el sistema de monopolio fueron los comerciantes de Cádiz y Sevilla quienes, al no tener competencia, podían fijar los precios y las calidades de los productos que les aseguraban más ganancias en función del capital invertido; incluso en ocasiones, generaban ex profeso, la escasez artificial de algún producto para elevar su precio.
Todas estas circunstancias conspiraban contra el abastecimiento y la economía indiana. El impacto era mayor en los lugares más alejados de los centros de distribución. En el caso de Buenos Aires, las mercaderías llegaban con un valor diez veces mayor al de su valor de origen.
Las necesidades de provisión de productos de las poblaciones más alejadas debió ser satisfecha a través de la comercialización de producciones locales y del desarrollo de un activo contrabando. Los centros vitales del contrabando en América fueron el Caribe y el Río de la Plata y era llevado a cabo por ingleses, portugueses, holandeses y franceses.
Además de los motivos apuntados, la actividad comercial clandestina en el Río de la Plata fue alentada por la fundación portuguesa de Colonia del Sacramento, donde los portugueses y sus aliados ingleses alentaban el contrabando. El puerto de Buenos Aires estaba cerrado y toda navegación hacia el mismo exigía una autorización real. Pero hubo tretas mediante las que se pudieron burlar esas disposiciones.
Si bien, el gobierno español valoró a Buenos Aires como lugar estratégico y consideró la necesidad de mantener una población para la defensa de una eventual agresión al patio trasero del Alto Perú, la excluía del circuito comercial altoperuano. Esto se debió en parte, a la presión ejercida por los comerciantes limeños, que defendían el exclusivo manejo del único centro de distribución de todas las mercaderías llegadas de España.
¿Cómo se costearía el mantenimiento de un asentamiento con función militar en Buenos Aires? ¿Cómo se saciarían las necesidades de su población, si se mantenía un sistema comercial que conspiraba contra ello y que era celosamente vigilado por los representantes reales? Lo cierto, es que los representantes de la Corona, encargados de cumplir las disposiciones legales, no constituían un segmento separado del núcleo dominante de los contrabandistas que, ellos mismos, debían reprimir. Y, en gran parte, la Corona costeó su aparato administrativo y militar local a partir del comercio ilegal ya que, el presupuesto destinado a esos gastos muchas veces se retrasaba o no llegaba a destino. Así, fue configurándose una élite local que basó su poder económico en el comercio legal e ilegal, que incluía a funcionarios y estaba asociada a la función imperial y colonial, aunque comerciara con extranjeros, puesto que era esa función la que le garantizaba el mando y el manejo del poder político.
La creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, con capital en Buenos Aires, venía a dar solución a las cuestiones planteadas. Carlos III buscó combinar una efectiva acción de administración local y la completa subordinación a la autoridad central, para ello, dividió el territorio del nuevo virreinato en unidades políticas llamadas intendencias, cuya autoridad principal era elegida por el rey, de esta forma esperaba ejercer una mayor y mejor supervisión sobre sus posesiones. Desde el punto de vista militar, la Corona proporcionaría los medios económicos y administrativos, integrando un aparato militar unificado capaz de hacer frente al avance portugués y a las ambiciones británicas en el Atlántico.
Con la intención de flexibilizar las relaciones comerciales entre España y América, Carlos III dictó en 1778 el Reglamento de Libre Comercio que autorizaba el comercio directo entre puertos ibéricos y americanos, entre ellos, Buenos Aires. Así, esta plaza abandonó su rol de satélite de Lima para erigirse en centro de distribución comercial, pasando a controlar el tráfico mercantil marítimo. Este nuevo ordenamiento político-administrativo otorgaba a Buenos Aires el manejo de las finanzas del virreinato, que se nutrían de recursos provenientes de la actividad minera potosina. A partir de entonces, el fisco porteño manejó importantes remesas de metálico con las que se cubrieron los gastos del Estado.
Aunque el monopolio comercial siguió en vigencia, la puesta en práctica del Reglamento significó un gran impulso para el desarrollo de la economía de la metrópoli y sus colonias. Para abastecer la creciente manufactura española fue necesario fomentar el crecimiento de las producciones locales, así adquirieron importancia los productos derivados del ganado, fundamentalmente el cuero.
El sector mercantil porteño estaba compuesto básicamente por extranjeros, portugueses, ingleses, franceses, enfrentados al monopolio español que era defendido por los comerciantes españoles. A su vez, las reformas de Carlos III posibilitaron la incorporación de nuevos elementos sociales, vinculados con la producción de cueros. Se trataba del núcleo de una burguesía mercantil cuya actividad estuvo relacionada con el comercio a comisión, intermediaria en el tráfico comercial con la metrópoli y con las colonias hispanas, pero que pujaría por romper las cada vez más débiles limitaciones impuestas por el monopolio reformado.
Buenos Aires recibió hacia fines del siglo XVIII una activa corriente migratoria: en su mayoría catalanes, vascos y gallegos vinieron atraídos por el incentivo de hacer fortuna, que no tardaron en consolidar, formando una burguesía mercantil que ocupó un lugar de privilegio en la sociedad rioplatense. Aunque procedieran de las capas más humildes, al pisar tierra americana, estos españoles se consideraban con derecho de mando y jerarquía superior.
Esta burguesía fue fiel a la realeza, ya que bajo su égida prosperaron económicamente; firme en su fe católica y poco afecta a los grandes cambios. buscó prosperidad material y un mejoramiento cultural, así envió a sus hijos a las mejores universidades para seguir la carrera eclesiástica, la militar o la de leyes.
La mentalidad de esta clase enriquecida chocaba con las ideas en vigencia en estos territorios y encontró eco en los nativos, hijos de esos comerciantes. Estos consideraban injusto el rango social alcanzado por sus padres, cuya hidalguía se limitaba a haber amasado una fortuna que los colocó en los altos cargos del Cabildo y del Consulado, a los que ellos se consideraban con mayor derecho.
Las invasiones inglesas al Río de la Plata (1806-1807) habían permitido advertir más agudamente las contradicciones sociales y políticas entre criollos y peninsulares, y habían posibilitado que los primeros participaran de las milicias.
El virrey Cisneros, a poco de llegado al Río de la Plata, intentó disolver los cuerpos de milicias criollas, pero no logró hacerlo. Inició además, una política antibonapartista, contra la independencia y por el mantenimiento del poder español en América. Pero para llevarla a cabo, necesitaba recursos mayores que los provenientes de las rentas virreinales y trató de obtenerlos mediante un préstamo que solicitó a los comerciantes y por la imposición de impuestos internos que resultaron un fracaso.
Entre tanto, los criollos aspiraban a conquistar el gobierno propio y se esmeraron en prepararse para la tarea. Estos sectores recibieron el influjo de las ideas filosóficas e ideológicas predominantes, por aquel entonces, en Estados Unidos y Europa. Influidos por las ideas fisiocráticas y liberales, estimaban que la actividad comercial por sí sola en nada contribuiría al desarrollo de estas regiones, por ello, la asociaron al desarrollo de la agricultura y la industria, la educación de la población, la conquista de libertades individuales. Algunos de los hombres que trataron de impulsar estas ideas fueron Manuel Belgrano, desde su actividad en el Consulado de Buenos Aires; Hipólito Vieytes, desde el Semanario de Agricultura Industria y Comercio; Rodríguez Peña, Donado, Paso, Alberti, Terrada, Chiclana, Castelli, entre otros, que se reunían secretamente para leer, analizar la situación del Virreinato y planificar el futuro.
Las noticias llegadas desde España, que daban cuenta del avance de Napoleón primero y luego de la vacancia de la monarquía española –que Cisneros trató de esconder a la población-, brindaron la ocasión oportuna para que las contradicciones se agudizaran y se abriera un espacio para hacer públicas las posiciones de los diferentes grupos.
Cisneros trató de aquietar los ánimos y lanzó una proclama el 18 de mayo de 1810, en la que explicaba la situación por la que atravesaba la metrópoli y solicitaba prudencia. Pronto, se le exigiría la reunión de un Cabildo abierto que sesionó el 22 de mayo y del que participaron los vecinos de Buenos Aires.
Sin rey en España, se intercambiaron opiniones acerca de si era o no conveniente que asumiese en su representación el virrey o el pueblo.
Se acordó que Cisneros debía cesar en el mando y que se conformaría una Junta provisoria hasta la reunión de un Congreso General.
Para sorpresa de los revolucionarios, el 24 de mayo se presentó una Junta presidida por el virrey. Este accionar fue tomado como una afrenta y los revolucionarios conformaron una nueva Junta de la que el virrey quedó excluido.
Le proponemos la lectura de la Proclama del Virrey Cisneros del 18 de mayo; de los Oficios del Cabildo dirigidos al virrey; y de las Actas del 22, 24 y 25 de mayo de 1810.
Proclama del 18 de Mayo |
|
Oficio del Excelentísimo Cabildo al Excelentísimo Señor Virrey |
|
Acta 22 de Mayo |
|
Reglamento de 24 de Mayo |
|
Acta final de la sesión del 25 de Mayo de 1810 |
|
|